UN HUMILDE HOMENAJE

A
todas las víctimas de la barbarie y la sinrazón del terrorismo
No tenía que haberle hecho caso a
Nadia. Con ese terrible dolor de cabeza no sabía cómo iba a
estudiar al día siguiente, pero su amiga nunca aceptaba un no por
respuesta. ¡Cuánto humo, le picaba la garganta! Desde luego,
habían bebido demasiado; su cabeza parecía a punto de estallar.
Nadia era exagerada para todo y estaba empeñada en celebrar por todo lo alto su nuevo nombramiento como entrenadora del equipo femenino de
gimnasia rítmica. ¿Por qué estaba tan quieta? Su madre decía que
Nadia en otra vida debía de haber sido un rabo de lagartija, siempre en movimiento. Había veces en que se arrepentía de haber decidido
estudiar unas oposiciones tan difíciles y esta era una de ellas;
llevaba meses sin salir de casa, bueno, sin contar las tardes que
pasaba en la biblioteca municipal. Por eso estaba ahora así, había
perdido la costumbre de beber alcohol. Qué poca luz había y qué
silencio, a pesar del extraño zumbido que notaba en los oídos. 
Debía ser muy tarde. Cuando habían llegado al local estaba muy animado. Ya era hora de pagar y marcharse. Qué rara estaba Nadia con sus
expresivos ojos verdes tan abiertos, como si se hubiera llevado la
sorpresa de su vida. Y sus piernas, ¿qué le pasaba a sus piernas?
Si de algo estaba orgullosa su amiga era de aquellas largas piernas, bien
tonificadas por años de deporte. Nadia era un bombón. Lo curioso
era que fue ella la que había ligado esa noche. Al final iba ser
cierto eso que le gustaba tanto repetir a su madre de que «los
milagros existen
».
Sí, aunque llevaba siglos sin pasar por la peluquería y sin ir de
compras, en cuanto entraron en el que, según su amiga, era el sitio
de moda se les habían acercado dos chicos bastante atractivos. ¿Cómo
se llamaban? Thomas. Sí, Thomas y Julian. Pero a ella le había
gustado más Julian. Qué coincidencia, tumbado en el suelo había un
chico que llevaba una chaqueta idéntica a la de Julian. Se había
fijado, porque era una Belstaff muy chula. Llevaba años ahorrando
para comprarse una. Le encantaba el
look
motero.

―¿Señorita,
señorita, se encuentra bien?
¿Le hablaba alguien? No, debía ser
a otra. Una pena, porque el tipo aquel tenía unos ojos preciosos.
Castaños y dulces. Le recordaban un poco a los de Nanuk. ¡Vaya!
Había olvidado recordarle a su madre que la sacara a pasear. Seguro
que le iba a tocar hacerlo a ella cuando llegara a las tantas. Y,
encima, con el frío que hacía. Alguien debía de haber dejado
abierta la puerta del local de par en par; alguno que había decidido
echarse un pitillito a pesar de que estaba prohibido.

―¡Aquí hay una joven malherida,
pero aún respira!
El hombre de los ojos castaños no
paraba de dar gritos. Su voz profunda era lo único que traspasaba
ese molesto ruido blanco que la envolvía. ¿Qué era lo que había
dicho? ¿Qué estaba herida? ¿Ella? ¡Qué tontería! Le diría que
estaba equivocado; lo único que tenía era un espantoso dolor de
cabeza. Además, si estuviera herida de verdad, no la cogería en sus
brazos de cualquier manera, sino que llamaría a una ambulancia y
esperaría su llegada procurando no moverla demasiado. En el colegio
habían hecho varios cursillos de primeros auxilios y ese dato era de
lo poco que recordaba.

―¡Aguanta, pequeña!
Debía ser un sueño. Sí, eso debía
ser. Pequeña. Desde que murió su padre nadie la había vuelto a
llamar así. Y, desde luego, con veinticuatro recién cumplidos no
esperaba que nadie lo hiciera ya. Estaba soñando que un guapazo con
uniforme de policía la cogía entre sus fuertes brazos y la llevaba
a toda prisa a… ¿la cama más cercana? ¿A una pintoresca ermita
dónde se darían el sí quiero? ¿A…? Demasiadas novelas
románticas. Su madre tenía razón, como de costumbre. Aunque, para
ser sincera, ahora mismo no recordaba cuándo había sido la última
vez que había leído algo que no fuera el temario de las
oposiciones. A lo mejor estaba viendo una película. Debía ser de
polis porque el ruido de la sirena estaba contribuyendo a elevar al
cubo su dolor de cabeza.

―¡No te rindas, ojos bonitos!
Qué curioso, para ella «ojos
bonitos» era él, que seguía ahí cogiéndola de la mano. ¡Ah,
claro! Se había quedado dormida viendo una película y ahora soñaba
que era la protagonista. Desde luego, no recordaba haber tenido nunca
un sueño tan real; hasta podía sentir el calor de los dedos que apretaban los suyos. Algo de agradecer porque cada vez
tenía más frío.

―¡Una, dos, tres!
Muy delicados no eran esos tipos,
¡por Dios! Ahora estaba tumbada en una habitación muy extraña. No
había ni rastro de «Ojos bonitos» y justo encima de ella había
una especie de foco enorme cuya luz la deslumbraba. Por unos unos
segundos sintió miedo; pero casi al instante la invadió una
maravillosa sensación de bienestar.

―¡Ha perdido mucha sangre! ¡Se
nos va!
Quizá la historia debería acabar
aquí, pero, como la que la escribe soy yo y no estoy por la labor,
voy a contaros lo que realmente ocurrió después:
Nuestra heroína no lo tuvo fácil. Permaneció muchos meses en el hospital, donde la sometieron a numerosas
intervenciones quirúrgicas, y pasó años entre la consulta del
fisioterapeuta y la del psicólogo. Pero con la ayuda de su madre,
sus amigos, y la del atractivo agente de policía cuya rápida intervención le
había salvado la vida la noche del atentado, consiguió salir
adelante. Tras aprobar las oposiciones se casó con «Ojos
bonitos»
o, quizá, ambos estaban demasiado impacientes como para esperar
tanto tiempo y, en cuanto ella pudo dar sus primeros pasos con la
ayuda de una muleta, contrajeron matrimonio en la pequeña parroquia
de su barrio en la que había sido bautizada. Ahora, la pareja tiene
dos hijos, niño y niña, y siguen haciendo manitas o intercambiando algún que otro beso apasionado a la menor oportunidad.
Y todo esto fue posible porque un
día en el que el dolor era especialmente intenso nuestra heroína se
dijo a sí misma:
«Tengo
que seguir adelante con mi vida; se lo debo a aquellos que como Nadia o
Julian no tuvieron tanta suerte como yo. Porque no me da la gana
de que unos malnacidos tengan la última palabra; porque no estoy
dispuesta a que el temor gobierne mi existencia; porque no he perdido
la esperanza de que, algún día, habitaremos un mundo mejor».



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